domingo, 11 de mayo de 2008


Qué me pasa, doctor Freud

Ya era de noche. Las estrellas se veían pesadas. El aire explotaba en una ira avasalladora y el cielo se movía entre las cejas de una luna cansada, vieja y oscura. Él reposaba en el diván, atento al viaje interno de su mente, a las caricias de los demonios que poco a poco lo llevaban a la verdad sobre sí mismo. La oficina era impecable, con el olor majestuoso y docto de la biblioteca borgeana que se levantaba ante sus ojos. Él siempre creyó que cada persona debería poderse identificar como un libro; como una historia inventada; como un cuento entre gnomos y ogros, entre flores y bosques con lobos feroces, pero siempre un buen libro.
La ventana daba a la calle, a esa realidad que, como él decía, era inventada como el tiempo, la vida y la misma idea de vivir. El espacio entre la razón y la locura, pensaba, era cuestión de decisión; los segundos, minutos y horas no contaban, pues su tiempo siempre había sido como un círculo cuadrado.
Aquella tarde llegó un poco retrasado, el velo de las horas nocturnas se asomaba ya como el cómplice infaltable y seguro, como el invitado especial y el duro crítico de un film épico. El doctor le esperaba con una mirada amable, que Camilo respondió con una sonrisa al vacío. Era como si aún no hubiese despertado y siguiera vagando en sus sueños, pues, casi mecánicamente, estiró su mano, escogió su silla y se sentó justo frente al estudioso y analítico terapeuta. Este lo invitó enseguida a recostarse en el diván.
–La mente siempre guarda recuerdos, temores y miedos de nuestra vida –explicaba pausadamente– que normalmente no los hacemos acto en un estado consciente, y una de las maneras de sacarlos a flote es a través de los sueños. Allí liberamos a nuestro inconsciente y podemos prolongar, continuar o ver concretadas cada una de las acciones. Ahora –y lo miró fijamente–, tú serás quien se interne en esa ciudadela fantástica de tu mente; me vas a contar todo lo que ves y sientes. No tengas miedo, piensa que eres como un músico que trata de hallar su mejor melodía, y se sumerge en su mágico instrumento para llegar a ella, encontrando en cada exploración la armonía y ritmo que construirán su anhelo.
Camilo, seguía observando fijamente aquel universo dibujado y enmarcado en la ventana. Quizás entre nubes, luces, edificios y un viento gélido seria capaz de orquestar la melodía de su mente.
–¿Siempre te gusta ver a través de la ventana o es que hay algo en particular en ella?
–El unicornio se acerca –respondió Camilo–, me envuelve entre sus alas, pero un extraño frío me abraza y me traslada a un viaje perdido y desconocido. Ella vuelve de nuevo, se recuesta en mi orilla más dubitativa y me sumerge en esta irrealidad que a veces es tan real… No sé qué me pasa doctor.
–Tranquilo, muchacho –interrumpió el terapeuta–. Piensa que tu mente ha estado dormida por un largo tiempo; ahora déjala salir libremente como un ave que busca su mejor estación y quiere sentirse nuevamente viva. Cuéntame qué sueñas, qué ves.
Su rostro se llenó de congoja, como una herida que vuelve a llorar después de haber cicatrizado, Camilo tragó saliva y con voz entre cortada explicó
–Veo una alfombra de cardos que se extiende en mi camino, me cierra el paso. Quiero volver atrás, pero tengo miedo. Un cielo azul ungido entre dianas y poemas es asaltado por una tormenta de ideas falsas, una enorme torre, vestida de luto, apelmaza mi mundo, pequeño, incomprendido y confundido.
Camilo apretó los labios como conteniendo el llanto. El doctor se tomó el mentón y manifestó un ligero asombro; todo ello le resultaba algo muy particular, tal vez estridente. Lo anotó en su libreta y nuevamente interrogó:
–¿Cómo aparecen la alfombra, la tormenta, la torre? Tal vez puedas describir cómo están o quienes son.
La distancia se volvía más corta y en la mente de Camilo se presentaba como una secuencia fotográfica, un tanto borrosa y confusa.
–Sólo vuelven, flotan en mis sueños o quizás es ésta mi realidad. Me visitan cada noche, en cada momento, a cada paso, en cada pensamiento. Los tengo ahí, a mi lado, como sombras que vagan y no encuentran su identidad, su cuerpo o su imagen.
–Estas sombras, ¿te guían hacia algún lugar?, ¿adónde te llevan o viajas con ellas?
Por unos segundos, Camilo se involucró en sí mismo, observando detenidamente la magia nocturna y sus habitantes. Recordó sus paseos a la orilla de una playa bajo la luna, arrullada por el canto unísono de sirenas que nadaban en el vientre de las aguas, aunque una extraña visión lo desvió de este camino.
–Las veo siempre –contestó algo nervioso–, en mi jardín, en mi ventana, en la calle, en los colores, en las formas. Despiertan conmigo, me siguen y no puedo controlarlas. Creo que ya son parte de mí, ya no puedo más doctor.
Su cara se llenó de amargura, como maldiciendo aquella interrupción y tratando de retomar su camino. Las lágrimas en sus ojos hacían pensar al doctor en una tormentosa remembranza para Camilo.
–Las sombras –insistió-, ¿te llevan a algún lugar en especial?
Un viento húmedo penetró en la oficina, los ojos de Camilo quedaron prendidos en un cuadro profundo, en el cual se pintaba la frescura de un bosque solitario, pero mecido entre los brazos del sosiego y la ternura, acariciado por el aliento de sus campos de heno, bañado por sus riachuelos y perfumado de jazmines. Justo en medio un ángel extendía sus prominentes y luminosas alas para cobijar con su luz la inocencia de dos niños. Camilo precisó:
–Casi siempre recorro un espacio que en algún momento he visitado, pero no lo recuerdo. Sólo sé que hay encrucijadas, con avenidas, con intersecciones, pero sin hombres. Me siento solo- –Camilo movía su cabeza de un lado a otro, intranquilo, preso de la desesperación y el duelo, sus manos sujetaban con fuerza una imagen difusa, pero a la que se aferraba con devoción y fe.
–¿Y qué más ves?, Cuéntame, no te detengas; recuerda que eres un ave y quieres ser libre.
De pronto Camilo se vio internado en un pantanoso lugar, extenso, confuso y hosco, y al hacerlo se abrazó a sí mismo, recogiendo sus piernas en el diván
–Aquí hace un frío viejo –dijo con tono desvanecido–, que duele y me encierra en nostalgia. Me siento en una vereda, repaso el tiempo, pero parece que nunca ha pasado nada. Todo parece eterno, inmortal, sin edad. Sus hierbas son toscas, se levantan entre los árboles y forman inmensos túneles tenebrosos e intransitables por la memoria –empezó a sudar.
–¿Y por qué dices la memoria?, ¿Tienes algún recuerdo de esos túneles?, ¿Has entrado en ellos?
–Sé que he estado ahí –respondió–, quizás en algún paseo. No entiendo, pero a veces siento que sin abrir una puerta o ventana ya me encuentro lejos y conozco todo. Aquellos túneles se reproducen, son profundos, encierran cantos, dolores, promesas y esperanzas que quedaron flotando en el limbo de alguna indiferencia. Pero huyo de ahí, porque todo es confuso.
–Dijiste que en aquel lugar no hay personas, ¿qué hay entonces?
Sólo me interno y percibo un mundo horizontal, subterráneo, con nombres, números y una plaza quieta en donde gira ella. No la veo pero la siento, me vigila.
–¿Y quién es ella? –Precisó el Doctor–. Sólo te pido un viaje más específico en tus recuerdos. Descríbeme cómo es ella, cómo sabes que te observa, explícame tu sensación. ¿Qué sientes?
La imagen del ángel volvió a Camilo, no quería apartarse de ese instante, pero una extraña bruma lo apartó de ese momento
–Nunca la he visto, no sé como es. Sólo entra, se instala en las madrugadas de otoño y me sumerge en sus laberintos. Son pesados, sin palabras, con entradas, pero sin salidas, Tengo imágenes difusas, hace frío. –La congoja invadió a Camilo.
–¿Qué es lo que más recuerdas de tu infancia, de tus juegos, de tus padres, tus amigos? Vamos, no tengas miedo; recuerda que quieres ser un ave libre.
En su expresión hubo una transición de ternura, como una tregua en la confusión.
–Ahí no estaba ella. Yo juego solo, en un jardín lleno de flores, colores y un sol radiante, el cielo claro. Siento que mi madre entra a mi cuarto, me abraza, me acaricia, me da un beso y estoy tranquilo.
–Muy bien, Camilo, pero aún no me has dicho nada de tu padre. Háblame de él, ¿cómo era? –En ese instante, un profundo e infinito suspiro atrapó a esa atmósfera densa y melancólica. Quizás Camilo sólo deseaba extender aquella lucha entre su presente y su pasado.
–Es lo mismo. Yo sabía que estaba ahí, pero nunca lo veía.
–Parece que el sentimiento de ausencia es muy recurrente en tu vida, Camilo –atinó a decir el doctor–. Los recuerdos de tu padre están vagando sin encontrar un punto que te proporcione algún sentido a tu vacío. ¿Cómo reemplazaste la ausencia de tu padre? ¿Y tus amigos?, ¿cómo fue tu relación con ellos?
Camilo sintió que el peso de la sombra se difuminó otra vez. Por un momento escuchó una melodía suave, como el sonido de un arpa acompañado por un coro celestial que retumbaba en aquellos bosques por donde había andado de excursión con sus amigos.
–Me has dicho que te gustaba escribir historias. Dime, ¿sobre qué escribías? ¿De qué hablaban tus historias?
La voz de Camilo se apagó, como el silbido de un jilguero en una tarde de aguacero. Respiraba intranquilo, como tratando de evadir la visita a este capítulo intransitable de su vida. El doctor acercó un poco más su silla.
–El amor lo conocí en invierno, su nombre quedó tatuado en el sudor de mi ventana, y conocí un universo distinto sin rutina ni cansancio. Esta mujer es diferente, sueña y suspira, me enseña a atrapar la naturaleza entre rosas y gaviotas, me hace volar en un azul profundo, su entereza mágica me hizo plasmarla en poesía y canciones, pues sólo los poetas decimos las cosas bonitas del alma. Pero ahora es una inspiración desconocida, es como ella, como cuando llega en las madrugadas… la extraño.
–¿Qué pasó con aquella mujer? ¿Dónde está ella ahora?
El rostro de Camilo se inundó de lágrimas y era inevitable ver el vacío de su alma.
–Ya no la veo. El tiempo se volvió como un círculo cuadrado. Volteó su mirada y su cuerpo cayó. Pero estaba sola, sentí su frío denso y fuerte.
–Entonces, Camilo, esos recuerdos, el de tu padre y el de la chica son los que te llevan a la presencia de esa mujer –quiso precisar el doctor.
–Sí, creo que sí –asintió Camilo–. Es como sentir el abismo de una distancia extrema, y no sé si estoy aquí o allá, y estoy sólo, con una niebla espesa, y las voces me llaman incansablemente; hay mucho ruido y ya no puedo escapar. Ella está ahí siempre. Por favor, doctor, dígame qué me pasa…
–No te preocupes, Camilo, poco a poco vencerás y enfrentarás tus miedos. Deseas volver a los instantes más felices de tu infancia; sin embargo tu regresión te devuelve los más difíciles. Tu inconsciente refleja evidentemente tus temores, y estos dan cuenta de tu inseguridad y no permiten que seas libre.
Las agujas del reloj giraban de modo despiadado, como si tan sólo quisieran despojarse de aquel tiempo inútil y desesperanzador. El húmedo frío circundó el diván de Camilo.
–Tus visiones se enfrentan y tu instinto de muerte vence a tu instinto de vida. Aparecen fantasmas y realidades oníricas. La ausencia de tu padre aún es muy fuerte para ti, pero lo superaste con el arte y el amor, lo que te otorgó identidad y seguridad en ti mismo, pero ella se alejó de golpe y aún no te recuperas de un segundo trauma. El sentido destructivo te lleva a plasmar esa carencia y ansiedad en palabras que te trasladan y sumen tu inconsciente en el pasaje más oscuro de tu vida. Ahora escúchame, Camilo: cuando suene los dedos, te despertarás tranquilo y muy despacio de este viaje interior. No te preocupes, estarás bien, poco a poco recuperaremos la libertad de tu mente.
Fue el ruido más extraño de toda su vida, un despertar agitado. Estaba en su cama, abrazado entre sabanas y con una mirada perdida; un canto extraño, profundo y oscuro llamó su atención, las voces se hicieron cada vez más confusas, terribles y dolorosas.
Se incorporó con facilidad, sus pasos se tornaron ligeros. Lentamente se internó en una sala casi a oscuras. Con dificultad atisbó un grupo de gente vestida de negro, cada una con una vela en la mano, en círculo. Se acercó casi sin saber por qué, con asombro, impaciencia y temor; el cántico repetitivo desgarró su angustia, su rostro se llenó de incertidumbre y se abrieron surcos de desesperanza cuando se vio frente a un cajón negro con él, vestido con su terno gris, adentro.

“El hombre nace con su muerte, su muerte esta con él.
Es la conjunción y quizás sí la esencia misma de la vida.
El destino del hombre se cumple si muere de su muerte”
J.C. Mariátegui

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