domingo, 11 de mayo de 2008

EL RUEDO DE LA MUERTE

La lluvia caía lenta y flemática. Su humedad lánguida abatía de sobremanera cada recodo de la tarde y su bruma trémula se agitaba en oscura palpitación. Tal vez, aquel inventario de sensaciones tenues, pero estrepitosas, recitaba una inminente presencia sombría en la hora donde el sol apagaba su estación y se hundía en el magro manto de un horizonte frío y melancólico. Un inquietante gemido de compasión hizo detener el andar del cielo, era como escuchar el clamar tísico de un alma postergada por la agonía. La pequeña hendidura que se abría en aquel cubo de madera que lo aprisionaba, lo mostraba desparramado y casi inerte, allí se sentía un vacío húmero y mortuorio, como el féretro de la misma muerte

Respiraba intranquilo, cansado y temeroso, sus latidos ahogaban su llanto, el dolor era el demonio más perpetuo de sus miedos. Sus ojos estaban hundidos entre la desesperanza y el horror, ya no miraban más, sólo expresaban la destrucción de la razón y sensatez humana que habían caído sobre él.

Quizás, ahora su mirada, recorría vivencias estancadas en un tiempo lejano, en donde los campos eran su guarida y paraíso, en donde las flores pintaban sus amaneceres, los pájaros cantaban sus sueños y el viento hacia más libre su libertad.

Aquella noche, las hojas caían frente a su ventana, una frontera que separaba la angustia por vivir y no querer morir, eran amarillas y se deshacían lentamente con el andar del otoño, su fragilidad volaba entre las espesas nubes de un cielo que clamaba por su tranquilidad. .

Afuera, se montaba pausadamente el escenario más cruento y cruel, el itinerario más tenebroso y letal, el cadalso más irracional y salvaje, el patíbulo más humano y aberrante. Sí el más humano, porque los hombres son los únicos en destruirse con inteligencia, sabiduría, sarcasmo y melancolía. Durante dos días lo habían castigado cruelmente, a oscuras y sin darle nada de beber, taparon sus fosas nasales con algodón para dificultarle la respiración, untaron con grasa sus ojos para dificultar su visión y hacer su humillación más perversa, le colgaron pesados sacos de arena en su cuello y quemaron con aceite cada una de sus extremidades. Él, lloraba por dentro, mientras columbraba un espacio despojado de la misericordia y consideración.

Las horas transcurren, el tiempo no se detiene y su corazón se sumerge en intensa agonía, sin embargo su mente continúa viajando por aquel espacio lleno de sosiego, de donde fue arrebatado y arrancado por manos extrañas y malditas, fue despojado del lado de sus seres y de sus caminatas con ellos, con quienes en cada despertar podían acariciar la ternura de la primavera, veían brotar el color de sus jardines, olían el perfume, casi divino, de sus estaciones, sentían que la naturaleza les hablaba y conversaban con los árboles entre sombra y sombra.

En ese, su suelo, pudo entender el idilio entre los ríos y el sol, vio cómo su reflejo quedaba retratado en cada orilla y cómo su calor alegraba el danzar de sus peces, contemplaba cómo las aguas bañaban su cuerpo tibio después de amar en plenitud las hierbas de los bosques.

La luna se va escondiendo, el frío empieza a trepar como gangrena y se introduce como un parásito en su debilitada osamenta, los temblores de su cuerpo son evidentes, apenas si se puede mantener en pie, la sal carcome sin piedad su respiración y extiende el sufrimiento. Los garrotes de la noche anterior, cayeron como una demolición perpetua en su ya cadavérica existencia, destrozaron sus riñones como las aves de rapiña lo hacen con sus presas, los azotes frenaron sus ilusiones y asesinaron aquella dignidad negada y desconocida por el ser humano.

Lentamente levanta su cabeza, violentada por la estupidez humana, mira fijamente cómo el alba va tejiendo su velo, húmedo y nefasto, se agacha y reposa su observación en su torturado ser, mutilado de voluntad y libertad, en sus oídos aún suenan las condenas e insultos de los otros condenados, afanosos de un rito sádico, pero muy humano.

El reloj, poco a poco marca la hora fúnebre, él sabe que el momento está cerca, puede sentir cómo la muerte arrastra sus cadenas y entiende que el escalofriante amanecer ha enredado el vuelo de sus aves. Ya no tiene prisa en vivir, sólo medita por unos segundos para hallar respuestas a los acertijos de este mundo, aún se pregunta si Dios sigue equivocado por continuar con su creación, si existe arrepentimiento por enviar al hombre y si es posible descender a algo menos.

Las puertas se abren, la luz del dia ingresa como un filoso cuchillo, lo enceguece y muestra una vacía presencia. Los carcelarios entran y no dudan en golpear para levantarlo, él se esfuerza por hacerlo, pero cae y es azotado sin paciencia. Lo atan y lo colocan en el sitio por donde deberá salir para satisfacer la inferioridad del hombre.

La fiesta ha llegado, el banquete de la tortura y la sangre despierta regocijo en los asistentes. Sus voces se confunden entre gritos, cánticos y vivas a la muerte, al espectáculo abominable y lúgubre, a la feroz condena de sentirse hombres.

La gente estalla en aplausos y la euforia despierta sus resentimientos, él salta al infierno, se enfrenta cara a cara con la diversión, locura y trastorno humano. El hombre propone un baile circular, con elegancia y sutileza, está seguro, pues armas no le faltan, la espada, la capa y su agilidad cansan a su victima, que ensordece por el griterío, no halla espacio para morir y terminar con su amargura. Las palmas rompen en ansias y exigen al victimario proponer un sufrimiento más oscuro, mientras tanto, lentamente él va cediendo, sus últimas fuerzas ya no le acompañan, a lo lejos ve una imagen difusa que lo invita a prolongar su congoja, ella se acerca cautelosamente y clava la primera estocada en su espalda, la gente enloquece y se confunde entre abrazos, el hombre limpia serenamente el sudor de su rostro que resbala ferozmente como la sangre de su victima que cae como lagrima negra en los ojos de Dios.

Su mirada se ve perdida en esa atmósfera pantanosa, en esa ciénaga que arroja llamas de fuego y enciende el espíritu más despiadado, su andar se vuelve pausado, sin rumbo, se siente vagando en un trémulo viaje a lo desconocido e incierto. El suspiro se aleja y sus ojos se sumergen en el llanto más desgarrador, cuando siente, sin piedad, la fatídica estocada en su cuello, las lagrimas surcan por su rostro que lanza un alarido de clemencia y compasión, la caída se torna suave, y en ella atisba una especie de complacencia, del averno al cielo, llega a comprender que el peor castigo del hombre es ser hombre, y que tal vez son alguna confusión en los sueños de un Dios.

Todo se ve consumado, su cabeza choca con el piso y levanta una inmensa cortina de arena, el hombre es aplaudido y arrullado por la insaciable masa que lo alza en hombros y lo pasea como un héroe épico. A la distancia, observa su trofeo tendido en un mar de sangre, que fue atropellado por la crueldad del hombre, caído en el vejamen y por la idea desesperada de aferrarse a una utópica inmortalidad humana.

“La grandeza de una nación y su progreso moral se miden por el trato que dan a los animales” Mahatma Gandhi



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