lunes, 15 de noviembre de 2010

LA MUERTE DE UNA MADRE


Hablar de la muerte es encontrar nuevas justificaciones para seguir sin entender este mundo absurdo, es hallar explicaciones divinas con promesas celestiales, es recibir alivios en medio de oraciones y resignaciones sin sentido. Hablar de la muerte es toparse con recuerdos infinitos y un olvido con una gran memoria. Es chocarse con la incertidumbre del propio ser y consolarse con el dolor, la tristeza y el duelo. Hablar de la muerte es comprobar, una vez más, que es el único fin de nuestra existencia.

Me ha tocado vivir, aunque suene antagónico, la muerte de las madres de mis padres. Mi abuela materna falleció cuando yo tenía 9 años de edad, han pasado casi 21 años y aún me rodea una gran incertidumbre acerca de ese hecho. El último viernes, mi abuela paterna también nos dejó y, sinceramente, no he logrado resumir o describir esta ausencia.

Digo esto porque hay diversas maneras de enfrentar la muerte de alguien. No es que exista un catálogo en el cual se indique cómo sentirse o cómo reaccionar frente a ella, pero la intensidad del dolor es distinta, la valoración sentimental es variable, el consuelo conoce de plazos y el ahogo descubre su mejor coartada. Sin embargo, la muerte de una madre es sentir la lenta agonía de nuestro ser.

Quizás habrá quienes dirán que si la madre no cumplió su rol como tal, el sentimiento se desvanece y al diablo con el respeto, lo cierto es que mi madre siempre me enseñó a enseñar a ser personas a los pobres diablos. Otros acudirán a la resignación hipócrita y expondrán que es mandato divino, cuando en verdad la veían como una carga. Pero muy pocos reflexionarán y, acomodando una frase de Stendhal, señalarán: “El hombre que no ha amado a su madre ignora la mitad más hermosa de su vida”

Es cierto también que el amor no es un acto propio de la voluntad, pues es algo espontáneo y sin obligaciones, por ello hay personas con mucha, poca y una nula capacidad para amar. De lo contrario no existieran las bestias de Acho, me refiero a los matarifes; no hablaríamos de hijos y padres abandonados, ni discutiríamos acerca de esta endeble civilización humana que aún no sabe cómo convivir con los animales ni consigo mismo.

La muerte de mis abuelas me ha hecho entender el verdadero sentido de amar a alguien, sobre todo a la madre. No llorando como Magdalenas, maldiciendo a medio mundo, haciendo un mea culpa porque la conciencia arde, lanzándose al ataúd cuando en vida nunca se lanzó un abrazo o rodeándola de flores cuando nunca se dio ni medio pétalo de cariño.Entendí que el indiscutible significado de todo esto es sentirse satisfecho porque se fue con calidad de amor, de tiempo y de aprecio. De haber devuelto con gratitud y sin reniegos las noches en vela que ella pasó cuando necesitábamos de sus cuidados. Es luchar contra el tiempo para llenarla de todos los agradecimientos, porque la vida misma es muy corta. Es como diría Freud, la demora de la muerte.

Para quienes estén viviendo lo expuesto, me entenderán, el resto seguirá asumiendo que es un gran misterio del tamaño del universo. Hasta el momento, me ha tocado presenciar el deceso de grandes amigos, familiares, conocidos, pero la muerte de la madre es cosa seria. Sin embargo, me satisface hablar con mis padres cuando me cuentan todo lo que vivieron con mis abuelas. Los ajustes económicos, las jaranas, las palizas por amanecidas, los llantos con abrazos, los sueños, las navidades, los cumpleaños, las enseñanzas, los consejos pero, sobre todo, el respeto y la admiración.

Y si pues, la madre es todo eso y más. Aquella que te da el último centavo y al día siguiente comes el mismo banquete sin saber cómo lo hizo. Es quien con una sonrisa y una palabra destierra tu escepticismo y hasta te hace creer en Dios. Es ese ser que te ve como un niño a pesar de que tengas 30, 40 o 50 años. Es la mujer que te enseña a amar y a valorar al peor de tus prójimos. Es esa persona que con paciencia y sin cansancio espera al hijo pródigo para otorgarle su bendición aún en su lecho de muerte.

La muerte de una madre encierra diversos antagonismos, pues es el único momento donde toda la familia se reúne después de siglos de ausencia y, tal vez, sirve como una catarsis para limar asperezas pasadas. Es el instante donde toda nuestra vida transcurre como una diapositiva y quieres que el tiempo retroceda para ser menos ingrato. Es encender los recuerdos cuando su vida se apaga. Es la muerte del espacio donde permanecimos nueve meses, bien cuidados y alejados de aquella estructura demente llamada mundo.

La muerte de una madre es la pérdida del primer objeto de amor. Es el renacimiento de nuestra fase edípica, como para no defraudar a Freud. Es el salto a un vacío como escape final. Es el paso de nuevas generaciones en este espiral de vida. Es certificar que el tiempo no existe y comprender lo dicho por Borges: “La muerte es una vida vivida y la vida una muerte que viene”.